Hoy es el día de la salud mental. O sea el día en que le dedicamos tiempo y ponemos en palabras uno de los principales tabúes de nuestra sociedad.
Siempre me ha generado mucha curiosidad (y en la mayoría de los casos, rabia) que despierte solidaridad un enfermo de cáncer, mientras que una persona con depresión o transtorno bipolar es, para el grueso de su entorno y de la sociedad, culpable de sufrir. «Es que sufre porque quiere.» «Yo no entiendo, si es que Fulanito tiene todo para ser feliz». «Levántate y dale gracias a Dios, ponte bonita y sal a dar una vuelta». Yo no me atrevería nunca a darle tales consejos a un enfermo de cáncer o leishmaniasis, pero eso soy yo.
Según la Organización Mundial de la Salud, en condiciones normales (es decir, sin guerras ni conflictos armados ni dictaduras ni hambrunas) a partir de los 14 años aparecen los primeros signos de trastornos mentales. La normalidad por supuesto se ve afectada por elementos como la violencia intrafamiliar, el racismo, la persecución a la homosexualidad, los abusos sexuales, que pueden llevar a situaciones como consumo de drogas y alcohol, embarazos adolescentes, aislamiento social. Bajo la idea de que la adolescencia es una etapa de transiciones, muchos de sus síntomas pasan desapercibidos para los familiares del afectado. Si a esto además le sumamos la negación de reconocer este tipo de enfermedades, tenemos al final un panorama desolador para la detección temprana.
Y todo a pesar de que conocemos las aterradoras cifras de suicidios. Éste es la segunda causa de muerte en el grupo de edad comprendido entre los 15 y 29 años. En muchos casos, es la consecuencia de trastornos mentales que no fueron atendidos oportunamente. Por ejemplo la ansiedad y la depresión ocupan el octavo y el noveno lugar de enfermedades y discapacidades entre los adolescentes.
Entonces, ¿por qué está mal hablar de cuándo se está mal?
El miedo a los estigmas que producen las enfermedades mentales hace que éstas sean ocultadas, tanto por quien las padece como por su círculo cercano. Nadie quiere andar a cuestas con el título del loco ni cargar con un loco a cuestas. Pero es que lo cierto es que no es ni histeria ni locura. Es la psiquis que como el cuerpo tiene una plasticidad orgánica, y funciona divinamente, pero también se agota, también se revienta como un ligamento cruzado, como un hueso que se rompe tras una caída.
Incluso en sociedades como la alemana, las enfermedades mentales golpean más la prima de los seguros que las dolencias físicas. Con espanto y horror me enteré por el vendedor de seguros de que si yo decidía hacer uso de una opción existente en mi seguro médico llamada «tratamiento Madre-Hijos», que es como una semana de spa (masajes, ejercicio, alimentación sana) con acompañamiento psicoterapéutico, un paquete diseñado para madres de familia que sufren de estrés y agotamiento por la carga de la crianza y del manejo del hogar, a la que se le puede sumar la del trabajo, para aquellas que trabajan además por fuera de la casa, podría olvidarme de contratar con un seguro de invalidez laboral. ¿Perdón? Le pregunté porque no entendí la causalidad entre una cosa (que sonaba como una medida estupenda para bajar los niveles de cortisol en una familia, lo cual además redunda en el bienestar y la felicidad y por lo tanto en un larga vida) y la otra (que se supone ayuda a cualquier empleado a sortear una mala pasada del destino). -Sí, mire, me respondió, es que si usted hace uso de ese tratamiento de madre-hijos, las estadísticas le indican a la aseguradora que sus posibilidades de contraer una enfermedad mental son más elevadas y a causa de esto, usted solicitará su pensión de invalidez, razón por la cual usted sería un siniestro, y ¿sabe? eso nunca es bueno para los seguros. Por eso, evítese ir a sicoterapeutas o sicólogos o hacer uso de esa opción madre-hijos, porque eso le puede perjudicar la prima riesgo.
Es verdad. Los seguros hay que tenerlos para sentir que compramos seguridad, pero una vez hay que ponerlos en uso, las aseguradoras se encargan de poner en práctica la letra menuda. Yo que había mirado con tan buenos ojitos ese invento tan progresista del tratamiento madre-hijos, le armé en mi cabeza toda una oda al estado de bienestar, tuve que hacer grandes esfuerzos para no llorar de tristeza al comprobar que la lógica de la estadística estaba por encima del salud. Mujeres que no pueden decir que no están bien porque amén de la sanción social (mala madre, madre desnaturalizada, dele gracias a la vida que tiene hijos, es mejor cambiar pañales que vestir santos, y un largo etcétera), pueden complicarse además sus posibilidades de contar con un colchón financiero en caso de una invalidez laboral.
¡Ay mundo!, pareces un tango: si se habla se castiga y si no se habla aporreas a esa existencia con la cachiporra sin piedad.
Esta vida exige tener muchas herramientas para salir adelante. Es una apología a la fuerza y una negación de la solidaridad. Pero la resistencia siempre es más fuerte que cualquiera de las leyes «naturales», y en el camino encontramos las medicinas para el alma y para el cuerpo.
De hecho ya escuchamos no solo gracias al #metoo a deportistas, artistas, políticos que con sus confesiones nos dan alas para decir «it is ok, not to be ok». Y organizaciones y especialistas que trabajan con los más jóvenes para crearles entornos seguros donde puedan contar cuando no están OK. Porque no estarlo no es un castigo. Es una cosa más que pasa en la vida como los días de lluvia, como los huracanes, como los terremotos, como la malaria, como el ébolas, como un resfriado, como el cáncer. Con una buena prevención y un sistema de alertas tempranas, quizá nos evitaríamos tener que recoger los destrozos de tantas vidas rotas.