Hay ausencias pequeñas, como la de dejar en blanco este blog por más de un mes.
Hay ausencias medianas, que se resuelven con una llamada telefónica.
Hay otras ausencias que son más largas y que duelen: la pérdida de memoria de una persona querida o los silencios indiferentes a la violencia.
Hoy es el día de recordar a las víctimas del holocausto. Por eso escogí esta foto a color. Para que el recuerdo no sea vago ni difuso ni congelado. Para recordar que hay vida pese a los adioses forzados de quienes tuvieron que perderlo casi todo.
#WeRemember Hoy participamos de la #JornadaDeLaMemoria ¿Qué sobrevive a esta tragedia? Cuando leo en la prensa o incluso veo el plan de estudios de mi hija en el colegio alemán, confirmo que menos de lo que desearía. Los pocos sobrevivientes que pueden contar sobre los horrores se van extinguiendo con el paso de los años. Hay iniciativas como la del Museo del holocausto de Illinois de crear hologramas de los sobrevivientes para que nos cuenten a nosotros y a los que vienen relatos de su experiencia. Para que su recuerdo perdure, con la noble intención, de que no se repita.
Pero los humanos no aprendemos de las experiencias ajenas. A veces incluso, así las vivamos en cuerpo propio. Alemania vive el resurgimiento de brotes antisemitas, de un partido político que llama al genocidio cometido por los Nazis en la segunda guerra mundial «una cagada de pájaro» en la historia alemana.
La grandeza no está en minimizar los errores, sino en reconocer el dolor inflingido y corregirlo, a través de la memoria, a través de inculcar la empatía. Trabajar para que la sociedad recuerde que cruzar las líneas rojas del «no matarás» tiene implicaciones en el largo plazo.
Llevar la carga de una culpa histórica es parte de la identidad de los pueblos. En el caso alemán no hay construcción de su relato que no pase por el filtro de Hitler, de Auschwitz y de la banalidad del mal. En el caso de mi país (que no viene al caso en esto del holocausto, salvo por su negativa a recibir judíos que buscaban salvarse del horror) ese relato pasará por el tamiz de la guerra con sus bombas y sus pompas, de la desigualdad, de la corrupción desvergonzada y, en los últimos años, del fanatismo basado en la ignorancia y alimentado por figuras patriarcales. Pero no quiero perderme del mensaje.
Escuchar los testimonios de los sobrevivientes, recorrer los monumentos en su honor, visitar el Museo Judío, (tarea que repetí durante los días de Navidad en Berlín) y ver las arrugas en las piel que cuentan no solo la huella del pasado el tiempo, sino también sus infortunios, sus ansias de vivir y su suerte de pese a todo vivir para contar su historia. Son relatos marcados por las carencias: de alimento, de abrigo, de bienestar. Pero sobretodo hay una abundancia macabra de: huérfanos y viudas, de hombres y mujeres que se vieron sin vecinos, sin compañeros de trabajo, sin pueblo, sin cotidianidades, y casi sin aliento luego de sobrevivir a las injurias, a las torturas y a la inagotable «sed de experimentación» genética y social de sus verdugos. Somos capaces de tanto para ser nada. Exterminamos pueblos, segregamos al diferente, llenos de miedos a perderlo todo, cuando no teníamos nada.
Esa es la desgracia humana: la falta de empatía. La ausencia de comprender la otredad.